Sé lo que dice la etiqueta del precio. Pero ¿cuánto cuesta?
¿Necesita limpieza en seco? ¿Qué come? ¿Cuánto tiempo dura la formación?
¿Qué ocurre cuando se rompe? ¿Dónde voy a guardarlo? ¿Cuál es el aumento de productividad que justifica el gasto continuo?
¿Cuántas horas de personal se necesita para desarrollar este nuevo enfoque? ¿Cómo va a hacer que me sienta cuando le diga a la gente que lo tengo? ¿Necesito mejorar la seguridad o el seguro? ¿Qué ocurre con el desarrollo de las operaciones cuando se estropea y necesita ser reemplazado? ¿Qué habilidades voy a perder si me baso en ésto? ¿Está domesticado?
Y, ¿cuál es el coste de producirlo para todos nosotros y disponer de él cuando se hace?
Traducción libre de But how much does it cost? (Seth Godin)
Una más que interesante reflexión sobre el coste de cualquier elemento que adquirimos, sea en la empresa, sea en nuestra vida personal.
Es demasiado frecuente que nos quedemos con el precio que figura en la etiqueta (o en el catálogo, o en el presupuesto) y no entremos a valorar el coste total que va a tener para nosotros a lo largo de toda su vida útil.
En el ámbito personal, raramente (por no decir casi nunca) tomamos decisiones racionales en la que consideremos los costes totales de adquisición de casi cualquier cosa. Nuestras decisiones de compra son básicamente emocionales.
«El corazón tiene razones que la razón no entiende«. Esta cita del matemático, físico y filósofo francés del s. XVII Blaise Pascal explica en gran parte cómo funcionamos, cómo tomamos la mayor parte de las decisiones en nuestra vida.
Es algo que en marketing se sabe muy bien. Y hay marcas que hacen uso de esta ‘sabiduría’ de una forma ejemplar, atacando el corazón, no la razón. Marcas que venden valores más que el producto en sí mismo: moda, seguridad, amor, orgullo…
Y cuando nos atacan el corazón, ¡qué difícil es entrar en razón!. Nos enamoramos de un coche, de una bebida refrescante, de un destino turístico… no por los valores racionales que la compra de eso nos proporciona, sino porque nos han vendido (compramos gustosos) los valores emocionales que, a través del marketing, nos han hecho llegar.
Compramos el placer de conducir, o la seguridad al conducir, o el estatus que representa la propiedad de ese coche; compramos felicidad al escoger una bebida refrescante en el lineal del supermercado. Compramos experiencias, descanso, paz, relax, marcos incomparables (o fiesta, diversión sin límites, actividad… ), cuando elegimos un destino turístico.
Por ejemplo; la compra de un coche es, habitualmente, la segunda compra más importante que hacemos en nuestra vida, tras la vivienda.
¿Te has comprado un coche? Antes de comprarlo, ¿has calculado cuánto te va a costar efectivamente a lo largo de la vida útil del mismo, o del tiempo que tienes previsto tenerlo? ¿Has considerado lo que te van a suponer el seguro, los impuestos y tasas, la ITV, … a lo largo de todo ese período de tiempo? ¿Has calculado el coste de no disponibilidad, es decir, cuánto te va a costar cuando no puedas disponer del coche por avería o por una situación similar?
¿Has tenido en cuenta el coste de oportunidad, es decir, cuánto te cuesta la inversión en ese coche comparándolo con lo que podrías obtener invirtiendo dicha cantidad en algún otro lugar, en algo que te produjera dinero?
Sin duda, y salvo contadas excepciones, si hiciéramos todos esos cálculos y tomáramos decisiones racionales, lo que haríamos sería invertir ese dinero en un lugar en el que a su vez nos produjera más dinero (compraríamos un activo, algo que nos da dinero de forma recurrente), y de ninguna forma adquiriríamos un pasivo (una carga, algo que, de forma continuada, va suponer una salida de dinero).
La decisión racional sería invertir ese importe en algo que nos diera una rentabilidad positiva y utilizar el transporte público (taxi, autobús, tren… ) para los desplazamientos. O alquilar un vehículo cada vez que, efectivamente, tuviéramos que realizar un desplazamiento que no resultara ‘rentable’ realizar por otro medio.
Pero no… nuestras decisiones no se basan en los números, en la razón. Se basa en el sentimiento, en la emoción.
Coincide que esta misma mañana he estado leyendo un más que curioso artículo de Fernando Trias de Bes en El País Semanal, Razón e instinto, en cuya introducción se lee:
«Una decisión no se toma solo con la cabeza, sino también con el corazón e incluso con los intestinos, donde los científicos han descubierto células neuronales. Entre las opciones a descartar, serán las entrañas las que nos indicarán cuál elegir.»
¿Curioso, no? O no…
Si nos hacemos todas estas mismas preguntas en el ámbito empresarial, seguramente, salvo en algunos pocos casos, nos encontraremos que a la hora de decidir hacer una inversión en un activo, o contratar algún servicio, nos deberíamos hacer muchas más preguntas de las que nos hacemos, tal como nos sugiere, nos indica que debemos hacer, Seth Godin en su post.
¿Qué opinas de todo esto? Comenta y comparte sin miedo… 🙂